A veces llegamos a lugares sin expectativas. Con la idea de hacer un par de fotos instagrameables e irnos. Pero esta vez fue diferente: dejamos las fotos para después y nos entregamos a lo importante. A sentir. A vivir. A explorar. A olvidar.

Aún recuerdo el momento de llegar y quedarme sin palabras con las vistas. Saqué un par de stories, claro, pero mientras más me acercaba, menos importancia tenía el móvil. ¿Qué raro, verdad? Igual eso era justo lo que me faltaba por dentro.

Primera parada: estación de buses de Gijón

Fui directa a por una bici para llegar al hostel. Todo muy fácil, rápido. No dudéis nunca en coger una bici: es la mejor forma de recorrer la ciudad. El paseo por la playa de San Lorenzo, la gente en el agua, los surfistas, las olas, el ambiente… Qué ganas de más.

Segunda parada: Gijón Surf Hostel

Una casa grande, bonita y con mucha alma. Lo primero que vi: una tabla gigante de paddle, un montón de bicis chulas, gente en hamacas, jugando, tomando café, barbacoa en marcha… En resumen: felicidad generalizada.

El primer contacto con la chica de recepción fue increíble. Me saludó con tanto entusiasmo que me llenó de buenas vibras. Me explicó todo con paciencia: actividades, horarios, rincones del hostel. Me enseñó la casa entera como si fuera mía.

Subí a la habitación, dejé mis cosas y ya estaba apuntada a mi primera clase de surf. Nervios y emoción al 50/50. Pero el ambiente era tan relajado, tan amigable, que el miedo se fue diluyendo con cada sonrisa compartida.

Mi primera clase de surf

Fuimos a la zona de neoprenos y tablas. Todo era nuevo para mí, pero no me sentía sola. Había gente como yo, de primeras veces, y otras ya con experiencia. Hablábamos entre todos, en español, inglés, alemán, italiano y hasta japonés. El spanglish fluía. Y con él, las risas.

Escalera 12, playa San Lorenzo. Pusimos las tablas en la arena. El instructor empezó a enseñarnos lo básico, y de repente, ya estábamos en el agua. Mi primer contacto con las olas fue lucha pura. Quería ponerme de pie, pero no podía. Me ayudaron. No lo lograba. Hasta que sí. Lo hice. Y no sé cómo, pero lo logré. ¡Qué satisfacción!

Lo seguí intentando una y otra vez. No quería que terminara. Sabía que iba a volver. Misión cumplida. Corazón contento.

De vuelta al hostel (y a otra aventura)

Al regresar, compartíamos la experiencia como si fuéramos viejos amigos. Ducharse, ponerse cómodo, sentirse en casa. La clase había terminado, pero la energía seguía. Salí de la habitación y escuché música: una guitarra, un cajón, voces cantando en el hall. Aquí lo que sobra son ganas de pasarlo bien.

Cogí otra vez la bici del hostel y me fui al mirador de la Providencia. Sentado allí, con una pieza de fruta en la mano, mirando el horizonte, pensé: qué maravilla de lugar. Luego, mojar los pies en la playa de la Ñora y ver el atardecer desde la cuesta del Cholo. Planes que repetiría sin cansarme jamás.

Una noche para recordar

De vuelta al hostel, me encontré con los mismos de la clase. Algunos jugando al billar, otros con una cerveza en mano. De fondo, sonaba mi canción favorita: “Viva la vida” de Coldplay.

Nos quedamos hasta tarde. Charlando, aprendiendo, riendo, brindando con sidra y comiendo pizza. Pero sobre todo… desconectando. Conectando con algo más sencillo. Más humano.

¿Y mañana?

No lo sé. Pero este día ha sido tan bonito que ya es suficiente. Y creo que esta ciudad me gusta más de lo que esperaba.

Ya veremos qué pasará mañana…